lunes, 4 de marzo de 2013


Narva, febrero de 1944

Sin poder dormir en una noche que se le antojó eterna como todas las noches del último invierno, el cabo enfermero Fuglsang abandonó la casucha que había compartido con otros tres hombres y se dirigió hacia la ribera del río para poder hacerse una primera impresión del lugar a la luz del día. Mucho era lo que debía preparar y pocas las horas de claridad con las que contaba. El sol aparecía alrededor de las nueve y se escondía irremediablemente para dar paso a la noche apenas ocho horas después.
Con paso lento debido a la nieve acumulada y a la irregularidad del suelo a medida que se acercaba al río, el danés llegó a la margen oriental del Narva. El río se encontraba completamente cubierto por una espesa capa de hielo, por encima de la cual tranquilamente pequeñas unidades podían pasar al lado opuesto sin contratiempo alguno. Aunque los cálculos no eran su especialidad, estimó que en aquel sector, unos tres cientos metros al sur del puente ferroviario, el río debía tener un ancho de entre unos ciento treinta y ciento cuarenta metros. Hombre de la tecnología más que de la naturaleza, Fuglsang se quedó observando durante varios minutos la enorme estructura metálica del puente. Paradójicamente, él que había visto morir en los últimos tiempos decenas de hombres, de repente sintió tristeza al pensar en el probable futuro del gigante.
Sereno, disfrutando del fresco y puro aire matutino, se dirigió hacia el norte bordeando el río. A poco más de un kilómetro y medio se alzaba la majestuosa fortaleza de Ivangorod, construida en tiempos medievales por los rusos al este del río como contrapunto al castillo de Hermann edificado un par de siglos antes por los daneses al otro lado del Narva. El cabo enfermero se dirigía hacia el primer castillo donde, según se había informado la noche anterior, estaban montado su hospital de campaña los holandeses de la Brigada Nederland.  Aunque el Regimiento Danmark pertenecía a la División Nordland, debería evacuar sus heridos para las primeras atenciones a la fortaleza de Ivangorod ya que su hospital divisional se encontraba en la otra margen, instalado en donde antes de la guerra funcionaba un colegio para señoritas.
Bajo un cielo nublado poco a poco Fuglsang fue entrando en calor. La larga caminata le hizo recordar sus andanzas como cartero por entre las colinas y pantanos que rodeaban a su ciudad natal de Aalborg. Aquellos días, de los cuales habían pasado poco más de dos años, de repente se le antojaron idílicos;  a pesar de que cuando era un hombre del correo vivía quejándose de que el mundo estaba lleno de aventuras y él perdía su tiempo repartiendo cartas en medio de la nada. Ahora, luego de vivir la experiencia poco convencional que era la guerra, sabía que se había comportado como un necio al enrolarse. Ya los nazis y los comunistas le resultaban igual. Después de todo, una bala no entendía de ideologías. Su padre se lo había recriminado antes de marcharse, al afirmar que no debía tomar partido en cuestiones que el propio viejo Fuglsang consideraba ajenas a Dinamarca.
Con la firme decisión de abandonar la vida militar para siempre una vez finalizada la guerra, Fuglsang se aferraba a su función de enfermero como un modo de evadirse del caos que lo rodeaba. Así mismo no se consideraba un valiente, ni ideas heroicas rondaban en su cabeza; sin embargo, nunca había dudado en correr a campo abierto para auxiliar a un camarada en medio del combate. A pesar de no tener muchos amigos debido a su personalidad solitaria, el sanitario danés era apreciado por el resto de sus camaradas. Todos, aunque preferían no pensarlo, sabían que llegado el caso Fuglsang podía ser la diferencia entre la vida y la muerte.
Cuando ya le restaba poco menos de un centenar de metros para llegar a las altas murallas de piedras de la fortaleza de Ivangorod donde montaban su hospital de campaña los holandeses, Fuglsang intentó repasar los insumos médicos que necesitaba. Dentro de una lógica sanitaria alemana que apostaba más a la prevención que a la atención y recuperación de los heridos, un buen sanitario, como bien lo sabía el danés, debía contar con una enorme cantidad de drogas como energizantes y sedantes. Los comprimidos de Pervitin cumplían la primera función y la morfina la segunda. Ambas drogas terminaban produciendo adicción. Los mandos lo sabían, pero miraban hacia otro lado ya que sólo les importaba tener efectivos en pie de combate.
El Pervitin, una metanfetamina que servía para combatir la depresión, la sed, el hambre, principalmente lograba que los combatientes se mantuviesen despiertos. Aunque era efectiva, con el trascurso del tiempo se debían tomar más comprimidos para que el efecto durase. En cambio, la morfina era utilizada para anestesiar y calmar los dolores de los heridos, y en algunos casos, como en el del propio Fuglsang, como sedante para evadirse por las noches del crónico insomnio que lo aquejaba.
Más allá de las drogas y todos los tipos de gasas y vendajes que hacían falta en una unidad del frente, el danés siempre que podía intentaba hacerse con corbatas de vestir. Aunque a simple vista parecía extraño el pedido, estaba comprobado que por su espesor y superficie plana eran más adecuadas para utilizarlas en los torniquetes que las sondas de goma debido a que no dañaban los vasos sanguíneos al ejercerse una presión homogénea sobre la zona afectada.
Por último, y aunque no abundaban en los hospitales de la Wehrmacht, el servicio sanitario de las Waffen SS disponían de un decente sustituto de plasma sanguíneo llamado Peristone y de una ingente cantidad de sulfanilamida en polvo para echar sobre las heridas como antibiótico.  Si lograba conseguir un poco de cada insumo, Fuglsang podría decir que su día había valido la pena. Aunque en cantidades variables contaba en inventario con todos los insumos, a excepción del Peristone, un buen enfermero de combate siempre debía aprovechar cada situación para ampliar su aprovisionamiento. Algo le decía aquella mañana que con los holandeses tendría más suerte que con los médicos y farmacéuticos de su propia División.

3 comentarios:

  1. Me esta enganchando como un paquete de papas, cuando lo abro no puedo parar , por eso quiero más.
    Es estupenda.

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  2. Refleja enormemente las vicisitudes de un enfermero de combate de la epoca. Las declaraciones de intencion repecto a sus pricipios manteniendose firme lo que su deber como sanitario exige y manifestando la camaraderia que se crea en el entorno belico, es sublime.
    La frase "podia ser la diferencia entre vida y la muerte" hace ver la importancia de estas unidades no menos valerosas ya que ello sustentan.
    En general, es una obra emocionantemente adictiva. Les doy mi animo a proseguir con este blog.

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  3. Muchas gracias Vicente y Jager por sus comentarios. Me alegro que les guste la historia. A fin de mes estaré colgando otra entrada. Saludos y espero seguir viéndolos por aquí.

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