sábado, 13 de abril de 2013

Narva, Febrero. Cabo Littbarski.

El lejano sonido de los cañones no sorprendió al cabo Erich Littbarski. Por lo visto los soviéticos no estaban dispuestos a permitir a sus enemigos atrincherarse sobre los setenta y cinco kilómetros de extensión del río Narva. Igualmente, los hombres del Danmark que recién comenzaban a preparar sus defensas en la cabeza del puente podían sentirse afortunados, ya que los mandos del poderoso Frente de Leningrado habían decidido concentrar sus ataques al norte y al sur de la ciudad en un intento por dejar cercado al III Cuerpo Acorazado de las SS, del cual formaba parte la Nordland. 
–¿Suenan cerca, verdad cabo? –preguntó el soldado Hemprich, que a pesar de los meses en combate no podía acostumbrarse al estremecedor sonido de la artillería.
–Están a varios kilómetros –sentenció Littbarski sin quitar sus inescrutables ojos grises del sur, como si pudiese contemplar al inmenso lago Peipus, distante medio centenar de kilómetros de su posición.
–Me parece justo que alguna vez le toque a otros bailar con la más fea –señaló el soldado Sepp Schreiber que todo lo que no tenía de altura lo tenía en autoconfianza.
–Yo  no estaría tan seguro Chiquitín  –dio su opinión otro soldado con el afán de molestar y contradecir a Schreiber–, tarde o temprano van a venir por los puentes.
–Más temprano que tarde van a venir –interrumpió la conversación el cabo Littbarski que no era muy afecto a las especulaciones–. Por lo tanto yo que ustedes cerraría la boca y me apuraría a terminar las trincheras. No creo que les vaya a gustar estar con el culo al aire cuando vengan los blindados.
 El sólo hecho de pensar en los T-34 reanimó las fuerzas de los miembros del Pelotón que inmediatamente volvieron a trabajar con sus palas de forma frenética, en tanto miraban de soslayo hacia el frente cada un par de paladas como chiquillos atemorizados. Debido a la dureza del terreno por el frío, los hombres hacían detonar minas Teller para producir cráteres que recién luego eran perfeccionados y convertidos en trincheras. En donde los explosivos no hacían efecto, construían búnkeres con las maderas que extraían de los bosques circundantes. 
Mientras su Pelotón continuaba con el trabajo, el cabo Littbarski tomó su subfusil MP 28 y se alejó unos pasos hacia el este para inspeccionar un cercano bosque de pino que se extendían uniforme hacia el sur asemejándose a una muralla verde y blanca. No supo por qué, ya que el cabo no era un sentimental, aquella imagen le hizo pensar en el parque que rodeaba al Orfanatorio en el cual creció en las afueras de Hamburgo. Incómodo por el recuerdo, Littbarski puso a trabajar su cabeza. Luego de inspeccionar el bosque, el cual seguramente esa misma tarde o la mañana siguiente los zapadores de la División poblarían con minas antipersonales del tipo S-Mine, desvió su trayectoria hacia el sur donde se divisaban cercanas el puñado de casitas que conformaban el fantasmal pueblo de Dolgaja Niva. La pequeña aldea situada en el vértice sudeste de la cabeza de puente era el lugar donde se encontraba anclada el resto de la 3º Sección al mando del sargento mayor Kasper Rasmussen.
A partir de un razonamiento sencillo, Littbarski calculó que cuando se iniciasen los ataques a la cabeza de puente aquella aldea sería el primer punto en sufrir las consecuencias. Contrario a lo que desearían los demás soldados, él se sintió contento de estar cerca del poblado. Había hombres que preferían dilatar lo inevitable, él no.
Tras inspeccionar exhaustivamente todo el perímetro por más de una hora, el cabo volvió a donde se apostaba su Pelotón. Sin informar nada de lo que había visto a los hombres, quienes por otra parte no preguntaron, Littbarski se metió en su pozo, encendió un cigarrillo y se puso a cavilar. Tras darle vueltas al asunto varios minutos  supo que con siete hombres no podría defender un frente de casi trescientos metros por más de un par de horas. Lo único que podía hacer era pensar una buena posición para la ametralladora. De que estuviese peor o mejor situada dependería su resistencia.
–¡Guldhammer!  –llamó el cabo a uno de sus subordinados al mismo tiempo que salía de su trinchera– ¡Guldhammer!
Un gigante danés de rubio cabello crespo se acercó a paso cansino desde la trinchera más lejana. Guldhammer no sólo se distinguía por su altura, sino que también resaltaba por su uniforme debido a que llevaba el pantalón de invierno blanco y arriba tenía puesta la parka pero del lado que tenía el camuflaje de otoño en distintas gamas de marrón.
–Anders –llamó por su nombre el cabo al gigante–, ¿ves aquél claro en el medio del bosque de pinos?
Guldhammer asintió con la cabeza.
–Aunque todavía los zapadores no me han dado el plano del futuro campo minado –explicó Littbarski sin dejar de señalar hacia la pared de pinos–, estoy seguro de que si intentan un asalto saldrán por allí.
 Guldhammer observó con ojos pensativos por un largo instante la posición para luego acordar con su superior con un nuevo movimiento de cabeza.
–Justo allí, enfrente del claro quiero que te posiciones con la MG 42 –el cabo hizo una pausa en la que clavó su mirada en los grandes ojos del danés–. No hay posición de repliegue. Es allí donde se agota hasta la última cinta de municiones.
–Así será –afirmó sin vacilar Guldhammer. Luego llamó a Schreiber que era su aprovisionador, y ambos se marcharon a cavar una nueva posición.
 Conforme con la posición de la ametralladora, Littbarski distribuyó el resto del Pelotón a ambos flancos de Guldhammer antes de marcharse nuevamente hacia el sur para encontrarse con el líder de la 3º Sección.
            El sargento mayor Kasper Rasmussen, antiguo empleado bancario en su Copenhague natal, era además del sargento Kierkegaard el único superior al que realmente respetaba Littbarski. Ambos daneses a sus maneras, desde su punto de vista,  sabían dirigir a la tropa y sacarles lo mejor de sí en las situaciones más complicadas. El resto, Lenz y el capullo de von Bittrich a la cabeza, eran unos ineptos que montados en sus egos y fanatismos creían que por sólo poseer un rango superior los soldados rasos debían obedecerlos. A ojos de Littbarski sólo había dos tipos de mandos: los burócratas de mierda y aquellos que se ganaban los galones en el campo de batalla
            –¿Qué opinas, Littbarski? –preguntó Rasmussen sin reparar en saludos o cualquier tipo de preámbulo.
            –Poner a defender tres kilómetros de frente a una compañía que apenas llega al centenar de efectivos me parece una insensatez –Littbarski calló al ver que su interlocutor parecía mas interesado en rascarse el pasamontañas andrajoso que llevaba en la cabeza que en lo que él decía.
             –Continúa –dijo Rasmussen y aclaró–, estos condenados piojos me están taladrando el cerebro.
            –Rocíate la cabeza con DDT y problema solucionado.
            Rasmussen se dejó de rascar para buscar en el rostro del cabo una sonrisa. No la encontró, Littbarski parecía hablar en serio.
            –Yo creo que estamos apostados como cebo para la artillería y como dispositivo de alarma más que de defensa.
            –Lo mismo pienso –concordó el danés–, por eso el II y III Batallón han sido colocados a nuestras espaldas. Es de ellos de quienes esperan la verdadera defensa del perímetro.
            –¡Burócratas de mierda! –masculló Littbarski y escupió al suelo.


            Sin nada más que hablar, encendieron sendos cigarrillos y pitaron en silencio mientras el sol comenzaba a esconderse en el horizonte.