Narva, Estonia, Frente Oriental, 2 de
febrero de 1944.
Jonas Fuglsang no pudo
evitar protestar al enterarse que debía dirigirse al sector oeste de la ciudad
al otro lado del río cuando no hacía media hora que había llegado a la ribera
oriental. No es que le molestase tener que caminar entre la densa oscuridad que
reinaba en gran parte de la denominada Línea Pantera, sólo que después de más
de un mes de duros combates en el sur de Leningrado y luego en la Bolsa de
Oranienbaum se creía merecedor de un par de horas de descanso.
Siempre obediente a pesar
del descontento, antes de partir hacia el otro lado tomó instintivamente sus
dos bolsas de primeros auxilios en un acto reflejo y se puso el casco. Un
sanitario debía estar siempre preparado.
Mientras caminaba a toda
prisa entra la caótica muchedumbre de soldados que intentaban levantar el
campamento y aquellos que agotados buscaban a sus unidades, el cabo enfermero Fuglsang quiso enterarse a
través del suboficial que lo guiaba del motivo del llamado:
–¿Me puedes adelantar
algo, Strauss?
El cabo Jürgen Strauss se
detuvo de súbito. Giró ciento ochenta grados e iluminó el rubicundo rostro del
enfermero danés con la exigua luz del farol de campaña con el que se guiaba.
–Dos noticias –dijo
Strauss mostrando en alto dos de los tres dedos que le quedaban en la diestra–.
Ninguna buena.
Intrigado por las
palabras, pero más que nada por los gestos y el rostro de su interlocutor,
Fuglsang aguardó expectante el resto de la información.
–Mañana mismo evacuan a
todo el condenado I Batallón –Strauss hizo una pausa para examinar el efecto de
sus palabras en el rostro de su compañero, y luego agregó–. Sin embargo, la 1º
Compañía deberá permanecer en el frente.
–¿Hablas en broma,
verdad? –balbuceó estupefacto el danés aunque sabía que el cabo no era afecto
ni tenía gracia para hacer chistes.
–¡Ojalá así fuese! –exclamó
sin sonrojarse Strauss–. Es la pura verdad. Dinter dice que es por culpa del
teniente Lenz, o por ese capullo arrogante de von Bittrich que no hace ni un
mes que está en el frente y quiere ganar la guerra él solo.
–No me fío de ninguno de
los dos –sentenció desilusionado Fuglsang.
Durante el resto del
camino no volvieron a cruzar palabras.
Ni aun cuando franquearon el famoso puente del castillo de Hermann que
unía a la fortaleza homónima en la margen oeste del río Narva con la fortaleza
de Ivangorod en la margen opuesta.
Pocas luces permanecían
encendidas en la ciudad a pesar de que faltaban más de seis horas para media
noche. El miedo a los bombarderos soviéticos mantenía a los civiles estonios y
a los militares alemanes hermanados en la casi absoluta oscuridad. En algunos
cruces de calles ardían tímidas fogatas con las que soldados de diversas unidades
reunidos en pequeñas rondas intentaban combatir los -8º C que marcaban los
termómetros.
–No puedo creer que no
nos evacuen con todo el batallón –sentenció Fuglsang no resignado a que no los
quitasen del frente.
–Es aquí –indicó el cabo
Strauss y se perdió en el interior de una vivienda de dos plantas que sin duda
había conocido tiempos mejores. El danés, tras vacilar un instante, lo siguió.
En
el interior de la propiedad, Fuglsang siguió al cabo hacia la planta superior a
través de una escalera de pisos de piedra que estaba pobremente iluminada por
una media docena de velas colocadas en unos candelabros baratos. A medida que ascendía por los peldaños podía
escuchar de forma cada vez más clara una voz segura y a la vez desconocida.
Cuando
Fuglsang ingresó a la pequeña estancia donde se llevaba a cabo la reunión, ninguno de los escasos mandos de la 1º
Compañía advirtió su presencia. Todos los hombres se amontonaban alrededor de
una pequeña mesa, en la cual había un impecable mapa donde el oficial de enlace
del Regimiento, un pulcro capitán que el danés sólo había visto una vez,
deslizaba su índice desde un punto a otro. Aunque la charla parecía estar por
acabar en lo que le tocaba al capitán, Fuglsang pudo saber que la nueva línea
defensiva llamada Pantera, se extendía de norte a sur por todo el frente
oriental desde el Golfo de Finlandia hasta la costa septentrional del Mar
Negro.
Desentendido
de lo que decía el oficial de enlace sobre la campaña en general, Fuglsang
empujó a los hombres que tenía ante sí para poder echarle una mirada al mapa
que se encontraba sobre la mesa. A pesar de los muchos garabatos y
codificaciones que no entendía, pudo comprobar que su unidad, el 24º Regimiento
de Granaderos Acorazados Danmark de
las SS, debería defender junto a otras unidades que también pertenecían a la
11º División de Granaderos Acorazados Nordland
de las SS, la ciudad de Narva y el territorio que se extendía al sur de la
misma.
Una vez finalizada la
charla del capitán, tomó la palabra el oficial al mando de la Compañía,
teniente Heinrich Lenz. Sin preámbulos ni frases simpáticas se dispuso a
explicar en el tono perruno que lo caracterizaba el perímetro donde debía
apostarse la unidad y las misiones a cumplir:
–A partir de mañana se
establecerá una cabeza de puente en el lado este de la ciudad, en la margen
oriental del río. Con las primeras luces del día los zapadores de la División
como así también los zapadores de la 4º
Brigada Voluntaria Nederland empezarán
a instalar minas Teller y alambres de espino a lo largo de todo el
perímetro –Lenz hizo una pausa en la
que repasó uno a uno los rostros de los presentes para comprobar que lo seguían–.
La cabeza de puente corre de norte a sur paralela al río desde un poco más al
norte de la aldea de Lilienbach hasta la aldea de Dolgaja Niva al sur a lo
largo de unos siete kilómetros y medio.
El
oficial de enlace señaló ambos puntos en el mapa.
Sin
disimular su fastidio por lo que lo que consideraba una intromisión de su
superior, Lenz retomó la palabra:
–Como
verán al norte el perímetro tiene una profundidad que no llega al kilómetro,
sin embargo en el centro, por donde se encuentra el puente del castillo y pasa la carretera, sobrepasa los tres
kilómetros.
–Igualmente
de norte a sur en esa posición estarán las unidades de la 4º Brigada Nederland –intervino nuevamente el
oficial de enlace y detalló–: 54º Batallón de Zapadores, 49º Regimiento De Ruyter y 48º Regimiento General Seyffardt.
–Al sur del segundo
puente, el puente ferroviario, es donde nos posicionaremos –volvió a tomar la
palabra Lenz y señaló en el mapa donde figuraba el nombre del Regimiento Danmark–. Desde el sur de la ciudad nos apoyará el 11º Regimiento de
Artillería.
Los hombres miraron el
mapa por un largo minuto esperando que el cartón les mostrara algo más que
colores, letras y números. La posición que les tocaba defender tenía tres
kilómetros de frente por unos dos kilómetros de profundidad. Con lo diezmado
que se encontraba el Regimiento aquello parecía poco más que imposible.
–Para finalizar, como
algunos ya sabrán –Lenz hizo una pausa en la que mostró una falsa sonrisa–; el
I Batallón mañana será evacuado para recuperarse y completar las bajas. Si
embargo, a nuestra Compañía la dejan en el frente.
Nadie mostró cara de
sorpresa. Por lo visto las malas noticias corrían veloces entre los hombres.
–¿Cuáles son nuestras
órdenes? –se atrevió a preguntar, lo que el resto
deseaba pero no se animaba, el sargento Thomas Kierkegaard, un veterano ex
policia de 35 años.
Antes de responder Lenz
lo fulminó con la mirada, luego sentenció:
–Primera línea de defensa
de un sector del perímetro y patrullas de exploración.
Un telón de plomo cayó
sobre la habitación. Desilusionados por no marcharse con el resto del Batallón,
los suboficiales se retiraron seguros de que los dejaban para ser carne de
cañón.
–¡No me gusta nada el
panorama! –se quejó el cabo Dinter mientras volvía hacia la margen oriental del
río con el resto de suboficiales.
–¿Y desde cuándo te ha
gustado algo, Dinter? –se burló el sargento Helveg.
Todo el grupo rompió en
una única y sonora carcajada. Sabían que
no tendrían muchos más motivos para reír en el futuro cercano.