Narva, febrero de 1944
Sin poder dormir en una
noche que se le antojó eterna como todas las noches del último invierno, el
cabo enfermero Fuglsang abandonó la casucha que había compartido con otros tres
hombres y se dirigió hacia la ribera del río para poder hacerse una primera
impresión del lugar a la luz del día. Mucho era lo que debía preparar y pocas
las horas de claridad con las que contaba. El sol aparecía alrededor de las
nueve y se escondía irremediablemente para dar paso a la noche apenas ocho
horas después.
Con paso lento debido a
la nieve acumulada y a la irregularidad del suelo a medida que se acercaba al
río, el danés llegó a la margen oriental del Narva. El río se encontraba
completamente cubierto por una espesa capa de hielo, por encima de la cual
tranquilamente pequeñas unidades podían pasar al lado opuesto sin contratiempo
alguno. Aunque los cálculos no eran su especialidad, estimó que en aquel sector,
unos tres cientos metros al sur del puente ferroviario, el río debía tener un
ancho de entre unos ciento treinta y ciento cuarenta metros. Hombre de la
tecnología más que de la naturaleza, Fuglsang se quedó observando durante
varios minutos la enorme estructura metálica del puente. Paradójicamente, él
que había visto morir en los últimos tiempos decenas de hombres, de repente
sintió tristeza al pensar en el probable futuro del gigante.
Sereno, disfrutando del
fresco y puro aire matutino, se dirigió hacia el norte bordeando el río. A poco
más de un kilómetro y medio se alzaba la majestuosa fortaleza de Ivangorod,
construida en tiempos medievales por los rusos al este del río como contrapunto
al castillo de Hermann edificado un par de siglos antes por los daneses al otro
lado del Narva. El cabo enfermero se dirigía hacia el primer castillo donde,
según se había informado la noche anterior, estaban montado su hospital de
campaña los holandeses de la Brigada Nederland.
Aunque
el Regimiento Danmark pertenecía a la
División Nordland, debería evacuar
sus heridos para las primeras atenciones a la fortaleza de Ivangorod ya que su
hospital divisional se encontraba en la otra margen, instalado en donde antes
de la guerra funcionaba un colegio para señoritas.
Bajo un cielo nublado
poco a poco Fuglsang fue entrando en calor. La larga caminata le hizo recordar
sus andanzas como cartero por entre las colinas y pantanos que rodeaban a su
ciudad natal de Aalborg. Aquellos días, de los cuales habían pasado poco más de
dos años, de repente se le antojaron idílicos;
a pesar de que cuando era un hombre del correo vivía quejándose de que
el mundo estaba lleno de aventuras y él perdía su tiempo repartiendo cartas en
medio de la nada. Ahora, luego de vivir la experiencia poco convencional que
era la guerra, sabía que se había comportado como un necio al enrolarse. Ya los
nazis y los comunistas le resultaban igual. Después de todo, una bala no
entendía de ideologías. Su padre se lo había recriminado antes de marcharse, al
afirmar que no debía tomar partido en cuestiones que el propio viejo Fuglsang
consideraba ajenas a Dinamarca.
Con la firme decisión de
abandonar la vida militar para siempre una vez finalizada la guerra, Fuglsang
se aferraba a su función de enfermero como un modo de evadirse del caos que lo
rodeaba. Así mismo no se consideraba un valiente, ni ideas heroicas rondaban en
su cabeza; sin embargo, nunca había dudado en correr a campo abierto para
auxiliar a un camarada en medio del combate. A pesar de no tener muchos amigos
debido a su personalidad solitaria, el sanitario danés era apreciado por el
resto de sus camaradas. Todos, aunque preferían no pensarlo, sabían que llegado
el caso Fuglsang podía ser la diferencia entre la vida y la muerte.
Cuando ya le restaba poco
menos de un centenar de metros para llegar a las altas murallas de piedras de
la fortaleza de Ivangorod donde montaban su hospital de campaña los holandeses,
Fuglsang intentó repasar los insumos médicos que necesitaba. Dentro de una
lógica sanitaria alemana que apostaba más a la prevención que a la atención y
recuperación de los heridos, un buen sanitario, como bien lo sabía el danés,
debía contar con una enorme cantidad de drogas como energizantes y sedantes.
Los comprimidos de Pervitin cumplían la primera función y la morfina la
segunda. Ambas drogas terminaban produciendo adicción. Los mandos lo sabían,
pero miraban hacia otro lado ya que sólo les importaba tener efectivos en pie
de combate.
El Pervitin, una
metanfetamina que servía para combatir la depresión, la sed, el hambre,
principalmente lograba que los combatientes se mantuviesen despiertos. Aunque
era efectiva, con el trascurso del tiempo se debían tomar más comprimidos para
que el efecto durase. En cambio, la morfina era utilizada para anestesiar y calmar
los dolores de los heridos, y en algunos casos, como en el del propio Fuglsang,
como sedante para evadirse por las noches del crónico insomnio que lo aquejaba.
Más allá de las drogas y
todos los tipos de gasas y vendajes que hacían falta en una unidad del frente,
el danés siempre que podía intentaba hacerse con corbatas de vestir. Aunque a
simple vista parecía extraño el pedido, estaba comprobado que por su espesor y
superficie plana eran más adecuadas para utilizarlas en los torniquetes que las
sondas de goma debido a que no dañaban los vasos sanguíneos al ejercerse una
presión homogénea sobre la zona afectada.
Por último, y aunque no
abundaban en los hospitales de la Wehrmacht,
el servicio sanitario de las Waffen SS
disponían de un decente sustituto de plasma sanguíneo llamado Peristone y de
una ingente cantidad de sulfanilamida en polvo para echar sobre las heridas
como antibiótico. Si lograba conseguir
un poco de cada insumo, Fuglsang podría decir que su día había valido la pena.
Aunque en cantidades variables contaba en inventario con todos los insumos, a
excepción del Peristone, un buen enfermero de combate siempre debía aprovechar
cada situación para ampliar su aprovisionamiento. Algo le decía aquella mañana
que con los holandeses tendría más suerte que con los médicos y farmacéuticos
de su propia División.