El lejano sonido de los
cañones no sorprendió al cabo Erich Littbarski. Por lo visto los soviéticos no
estaban dispuestos a permitir a sus enemigos atrincherarse sobre los setenta y
cinco kilómetros de extensión del río Narva. Igualmente, los hombres del Danmark que recién comenzaban a preparar
sus defensas en la cabeza del puente podían sentirse afortunados, ya que los
mandos del poderoso Frente de Leningrado habían decidido concentrar sus ataques
al norte y al sur de la ciudad en un intento por dejar cercado al III Cuerpo
Acorazado de las SS, del cual formaba parte la Nordland.
–¿Suenan cerca, verdad
cabo? –preguntó el soldado Hemprich, que a pesar de los meses en combate no
podía acostumbrarse al estremecedor sonido de la artillería.
–Están a varios
kilómetros –sentenció Littbarski sin quitar sus inescrutables ojos grises del
sur, como si pudiese contemplar al inmenso lago Peipus, distante medio centenar
de kilómetros de su posición.
–Me parece justo que
alguna vez le toque a otros bailar con la más fea –señaló el soldado Sepp
Schreiber que todo lo que no tenía de altura lo tenía en autoconfianza.
–Yo no estaría tan seguro Chiquitín –dio su opinión otro soldado con el afán de
molestar y contradecir a Schreiber–, tarde o temprano van a venir por los
puentes.
–Más temprano que tarde
van a venir –interrumpió la conversación el cabo Littbarski que no era muy
afecto a las especulaciones–. Por lo tanto yo que ustedes cerraría la boca y me
apuraría a terminar las trincheras. No creo que les vaya a gustar estar con el
culo al aire cuando vengan los blindados.
El sólo hecho de pensar en los T-34 reanimó las fuerzas de los miembros
del Pelotón que inmediatamente volvieron a trabajar con sus palas de forma
frenética, en tanto miraban de soslayo hacia el frente cada un par de paladas
como chiquillos atemorizados. Debido a la dureza del terreno por el frío, los
hombres hacían detonar minas Teller para producir cráteres que recién luego
eran perfeccionados y convertidos en trincheras. En donde los explosivos no
hacían efecto, construían búnkeres con las maderas que extraían de los bosques
circundantes.
Mientras su Pelotón
continuaba con el trabajo, el cabo Littbarski tomó su subfusil MP 28 y se alejó unos pasos hacia el
este para inspeccionar un cercano bosque de pino que se extendían uniforme
hacia el sur asemejándose a una muralla verde y blanca. No supo por qué, ya que
el cabo no era un sentimental, aquella imagen le hizo pensar en el parque que
rodeaba al Orfanatorio en el cual creció en las afueras de Hamburgo. Incómodo
por el recuerdo, Littbarski puso a trabajar su cabeza. Luego de inspeccionar el
bosque, el cual seguramente esa misma tarde o la mañana siguiente los zapadores
de la División poblarían con minas antipersonales del tipo S-Mine, desvió su trayectoria hacia el sur donde se divisaban
cercanas el puñado de casitas que conformaban el fantasmal pueblo de Dolgaja
Niva. La pequeña aldea situada en el vértice sudeste de la cabeza de puente era
el lugar donde se encontraba anclada el resto de la 3º Sección al mando del sargento mayor Kasper Rasmussen.
A partir de
un razonamiento sencillo, Littbarski calculó que cuando se iniciasen los
ataques a la cabeza de puente aquella aldea sería el primer punto en sufrir las
consecuencias. Contrario a lo que desearían los demás soldados, él se sintió
contento de estar cerca del poblado. Había hombres que preferían dilatar lo
inevitable, él no.
Tras
inspeccionar exhaustivamente todo el perímetro por más de una hora, el cabo
volvió a donde se apostaba su Pelotón. Sin informar nada de lo que había visto
a los hombres, quienes por otra parte no preguntaron, Littbarski se metió en su
pozo, encendió un cigarrillo y se puso a cavilar. Tras darle vueltas al asunto
varios minutos supo que con siete
hombres no podría defender un frente de casi trescientos metros por más de un
par de horas. Lo único que podía hacer era pensar una buena posición para la
ametralladora. De que estuviese peor o mejor situada dependería su resistencia.
–¡Guldhammer! –llamó el cabo
a uno de sus subordinados al mismo tiempo que salía de su trinchera–
¡Guldhammer!
Un gigante danés de rubio
cabello crespo se acercó a paso cansino desde la trinchera más lejana.
Guldhammer no sólo se distinguía por su altura, sino que también resaltaba por
su uniforme debido a que llevaba el pantalón de invierno blanco y arriba tenía
puesta la parka pero del lado que tenía el camuflaje de otoño en distintas
gamas de marrón.
–Anders –llamó por su
nombre el cabo al gigante–, ¿ves aquél claro en el medio del bosque de pinos?
Guldhammer asintió con la
cabeza.
–Aunque todavía los
zapadores no me han dado el plano del futuro campo minado –explicó Littbarski
sin dejar de señalar hacia la pared de pinos–, estoy seguro de que si intentan
un asalto saldrán por allí.
Guldhammer observó con ojos pensativos por un
largo instante la posición para luego acordar con su superior con un nuevo
movimiento de cabeza.
–Justo allí, enfrente del
claro quiero que te posiciones con la MG
42 –el cabo hizo una pausa en la que clavó su mirada en los grandes ojos
del danés–. No hay posición de repliegue. Es allí donde se agota hasta la
última cinta de municiones.
–Así será –afirmó sin
vacilar Guldhammer. Luego llamó a Schreiber que era su aprovisionador, y ambos
se marcharon a cavar una nueva posición.
Conforme con la posición de la ametralladora,
Littbarski distribuyó el resto del Pelotón a ambos flancos de Guldhammer antes
de marcharse nuevamente hacia el sur para encontrarse con el líder de la 3º
Sección.
El sargento mayor Kasper Rasmussen, antiguo empleado
bancario en su Copenhague natal, era además del sargento Kierkegaard el único
superior al que realmente respetaba Littbarski. Ambos daneses a sus maneras,
desde su punto de vista, sabían dirigir
a la tropa y sacarles lo mejor de sí en las situaciones más complicadas. El
resto, Lenz y el capullo de von Bittrich a la cabeza, eran unos ineptos que
montados en sus egos y fanatismos creían que por sólo poseer un rango superior
los soldados rasos debían obedecerlos. A ojos de Littbarski sólo había dos
tipos de mandos: los burócratas de mierda y aquellos que se ganaban los galones
en el campo de batalla
–¿Qué
opinas, Littbarski? –preguntó Rasmussen sin reparar en saludos o cualquier tipo
de preámbulo.
–Poner
a defender tres kilómetros de frente a una compañía que apenas llega al
centenar de efectivos me parece una insensatez –Littbarski calló al ver que su
interlocutor parecía mas interesado en rascarse el pasamontañas andrajoso que
llevaba en la cabeza que en lo que él decía.
–Continúa –dijo Rasmussen y aclaró–, estos
condenados piojos me están taladrando el cerebro.
–Rocíate
la cabeza con DDT y problema solucionado.
Rasmussen
se dejó de rascar para buscar en el rostro del cabo una sonrisa. No la
encontró, Littbarski parecía hablar en serio.
–Yo
creo que estamos apostados como cebo para la artillería y como dispositivo de
alarma más que de defensa.
–Lo
mismo pienso –concordó el danés–, por eso el II y III Batallón han sido
colocados a nuestras espaldas. Es de ellos de quienes esperan la verdadera
defensa del perímetro.
–¡Burócratas
de mierda! –masculló Littbarski y escupió al suelo.
Sin
nada más que hablar, encendieron sendos cigarrillos y pitaron en silencio
mientras el sol comenzaba a esconderse en el horizonte.
el final es bueno ignacio,
ResponderEliminarpero echamos de menos la guerra...