jueves, 28 de febrero de 2019

Narva, Febrero. La larga espera


Jakob Petersen consultó su reloj para confirmar la hora en que estaba oscureciendo. Detallista como pocos escribió la hora y minutos exactos en una pequeña y ajada libreta que llevaba a todos lados.
            –¿Y? –preguntó interesado su inseparable compañero Per Presa, al que conocía desde los tiempos en que ambos trabajaban en los astilleros de Odense.
            –Diecisiete y veintiocho –respondió Petersen y agregó–. Hoy ha oscurecido casi dos minutos más tarde que ayer.
            Presa asintió mientras se acomodaba los pocos cabellos que le quedaban:
            –Por culpa del casco y el pasamontaña para antes de que finalice la guerra me habré quedado calvo.
            Petersen pareció no escuchar las últimas palabras de su amigo, parecía perdido en sus cálculos al igual que cuando desempeñaba su oficio de carpintero naval. Si nadie lo interrumpía, podía permanecer en silencio durante varias horas cavilando el mínimo detalle de aquello que le llamase la atención. Con su capacidad e ingenio Petersen debiera haber sido reclutado al mismo momento de enlistarse para un Batallón de zapadores; sin embargo, había mentido su oficio y había declarado que se desempeñaba como peón en un buque dedicado a la pesca del arenque.
            –¿Escuchaste lo que dije? –preguntó Presa en un intento de devolverlo a la realidad.
            –No –respondió Petersen e hizo una larga pausa antes de volver a hablar–. Ha este ritmo no tardará en adelantarse la primavera.
            –¿La primavera? –exageró el tono Presa–. Pero si todavía no llevamos dos meses de invierno. Me parece que tanto pensar te está haciendo perder el juicio, Jakob.
            Petersen salió del pozo que compartían como eyectado por una mano invisible a la oscuridad de la noche, al oeste se veían brillar tenues las luces de la ciudad de Narva. Hacia el sur creyó divisar un reflejo lumínico de la aldea de Dolgaja Niva. Hacia el este, una profunda e inabarcable oscuridad se extendía como un manto misterioso sobre los bosques y pantanos. Seguro de que aquella noche nada malo podía suceder, comenzó a caminar en círculos cada vez más grandes alrededor de la trinchera ante la atónita mirada de Presa.
            –¿Y ahora qué mierda estás tramando?
            –Nada, sólo quiero entrar en calor antes de intentar dormir una siesta.
            Convencido de que Petersen nunca dejaría de sorprenderlo con sus salidas, Presa encendió un cigarrillo soviético hecho con el más rancio tabaco, y se puso a controlar por enésima vez que la ametralladora MG 42 estuviese bien cubierta con los retazos de calcetines y otras prendas de lana que habían ido recogiendo a lo largo de la campaña. Si se llegaba a congelar alguna de sus piezas, Dios no quisiese, podían darse por muertos.
            Antes de que trascurriese una hora, en la que Petersen a pesar de sus esfuerzos no había podido pegar los ojos por el frío, ambos soldados distinguieron la desgarbada figura del cabo Dinter, al que apodaban Buenas Nuevas debido a que siempre todo lo que salía de su boca eran malas noticias.
            –¡Por aquí! –llamó Presa moviendo los brazos para guiar al cabo que parecía desorientado.
            –¡Linda caminata he dado para encontrarlos! –se quejó Dinter fiel a su estilo al meterse en la trinchera–. Necesito un cigarrillo.
            Petersen se apuró a colocar un pitillo en la boca del cabo al tiempo que Presa se lo encendía. En una noche que no podían hacer otra cosa que aguantar en la posición e intentar olvidar el frío, cualquier charla les parecía atractiva, incluso si el interlocutor era Buenas Nuevas Dinter.
            –¿Qué hay de nuevo cabo? –preguntó Presa mientras encendía un cigarrillo para sí.
            Antes de responder, Dinter miró a diestra y siniestra como si fuese a revelar el secreto mejor guardado de todo el Reich:
            –Los ivanes han establecido una cabeza de puente al norte de aquí, y en el sur están a punto de lograrlo…
            –No puede ser –lo interrumpió Presa súbitamente inquietado
            –Sí puede ser –aseveró serio Dinter sin dejar el mínimo margen para la duda–, lo he escuchado de boca de un alto oficial del Regimiento.
            Poco interesado en lo que podía pasar en otras partes del frente, Petersen se distrajo de la conversación al pensar cual dentadura era más fea: los dientes marrones del cabo víctimas del tabaco o la dentadura de Presa en la que abundaba el oro. Aunque lo analizó de todos los lados posibles, no logró decidirse; ambas le parecían a su modo horrendas.
            –Yo creo que son ataques de distracción –hipotetizó el cabo–. Pronto van a mostrar sus verdaderas intenciones y van a arrasar nuestras posiciones.
            –¿Qué te hace pensar eso, Dinter? –quiso saber Presa, que a pesar de que conocía el fatalismo habitual del suboficial no pudo sustraerse del mismo.
            –Algo muy sencillo… –el cabo hizo una pausa para darse aires–. Los puentes.
            Presa se quedó pensativo. Quizás por primera vez las palabras de Dinter estuvieran en lo cierto.
–¿Tú que crees Jak… –Presa no terminó su pregunta, Petersen se había dormido.
–Siempre he dicho que este chico está mal de la cabeza –aseguró Dinter antes de marcharse–. El mundo se viene abajo y él se queda dormido.
            En medio de una abrumadora soledad, Presa se colocó el pasamontañas y encendió un nuevo cigarrillo. Sospechaba que algo realmente tenía que estar mal, no podía ser que Dinter tuviese por primera vez la razón dos veces en cuestión de minutos. Sin duda el mundo estaba jodido.

           

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